Cuando éramos niños vivíamos en la inocencia, como en el Edén. Creíamos ciegamente en lo que nos enseñaban nuestros mayores. No cuestionábamos nada. Al crecer, comenzamos a comprender muchas cosas. Llegado el momento, probamos del mismo fruto que comieron Adán y Eva, y perdimos nuestra inocencia. Conocimos del bien y del mal, y empezamos a cuestionar, a plantearnos ciertas interrogantes fundamentales. Las cosas en las que creíamos cuando éramos niños, como adultos no nos funcionaban adecuadamente. El Dios del que nos hablaba la Biblia no nos convencía con su accionar. Entonces, comenzamos a cuestionar a ese Dios bíblico y entramos en franca rebeldía contra Él. Pero en algún momento, nos percatamos que el problema no era Dios, sino la iglesia cristiana convencional. A pesar de ser profundamente religiosos, no podíamos creer en lo que enseñaba la iglesia. No había sintonía entre lo que predicaba la iglesia cristiana y lo que nosotros pensábamos y sentíamos. Una mezcla de amor y odio era el signo de nuestras relaciones. Entonces, un día, decidimos hurgar en el libro sagrado del cristianismo. Empezamos a investigar y escudriñar en la Biblia con la intención de constatar, personalmente, si el Dios en el cual creíamos, era el mismo Dios del que nos habla la Biblia cristiana. Deseábamos saber, racionalmente, si los escritos que nos hablaban del Dios de la Creación y sobre todo, del personaje que es emblema central del cristianismo, Jesús de Nazaret, concordaban con las ideas que nos habíamos forjado en nuestra mente acerca de esas dos figuras. Un compendio de emociones encontradas, y de sensaciones extrañas y contradictorias, se apoderaron de nuestro ser, al descubrir que la Biblia está llena de hechos y relatos realmente sorprendentes e increíbles. (Sobre todo: Increíbles). Estos descubrimientos ocasionaron que sintiéramos que el piso bajo nuestros pies, que antes creíamos sólido y bien fundamentado, se moviera. Asombrados, descubrimos que…