Nuestra vida se desenvuelve habitualmente en una realidad que las rutinas diarias la convierte en anodina. Nada parece escapar de esa previsibilidad pasmosa en la que lo que sucedió en el pasado, es un anticipo seguro de lo que nos acontecerá en el más inmediato futuro. Pero a veces, y no pocas, una turbulencia extraña de procedencia desconocida altera esa impasibilidad. Es entonces cuando descubrimos una puerta que nunca antes habíamos advertido o que siempre había permanecido cerrada. Es entonces cuando percibimos una fría corriente de aire que nos eriza la el vello sobre la piel. Es el primer aviso de que lo oculto, lo misterioso, el miedo en definitiva que amenaza con alterar nuestra existencia, se encuentra solo a dos palmos de nuestras narices, al otro lado de la esquina. Es el miedo con mayúsculas, el que convierte nuestro entorno hasta entonces cálido, protector y acogedor en algo irreal, hostil, tenebroso, una guarida del terror que te quitará la respiración, que te helará la sangre.