Reseña del libro "La Escafandra"
Un verano mi tío volvió a casa después de andar varios años de cosechero. perdido por el norte. Estaba sucio, con el pelo largo, barba y las alpargatas rotas. Se quedó varios días, tal vez una semana. Le tendimos una cama en el sofá y casi no salió de allí. Sentado o tumbado, con la persiana entornada, armaba cigarrillos, fumaba y leía las revistas de la editorial Columba que yo le iba trayendo desde el dormitorio de mis padres. Un trabajo de hormiga que hacía dos y hasta tres veces al día, una pilita cada vez.
A mí me gustaba estar con él, así que me sentaba en el borde del sofá, a su lado, y leíamos juntos. Yo ya leía muy rápido, de corrido. Él leía despacio, pasando el dedo debajo de cada palabra. Mirábamos con atención las ilustraciones porque algunas de las historietas estaban llenas de detalles. En esa época mi preferido era Gilgamesh, el inmortal. Esos ciclos plagados de círculos de colores, medio pop, medio sicodélicos. Ese héroe que vaga sin fin por todos los tiempos y todos los planetas, tenía algo de mi tío.
Cuando leí La escafandra, hace poco, en la penumbra azulada del 36, me acordé enseguida de aquellas historietas y este recuerdo trajo el de mi tío que se mató hace diez años. La poesía trae y lleva cosas.
Hay una melancolía dulce y amarga a la vez en estos versos. Hay una soledad enorme y desconsolada como esos cielos de Gilgamesh.
